Texto publicado en Bostezo Digital. Suplemento internáutico de la revista Bostezo. 2011.
Si el espacio público ha sido y sigue siendo heterosexual en todas sus expresiones, dimensiones y dispositivos, la subcultura gay ha tenido que homosexualizar enclaves robados a la heteronormatividad, transformándolos en un territorio temporalmente propio, en un espacio de disidencia solamente percibido y usado por un grupo de iniciados.
En un proceso que ya hace muchos años que empezó, los homosexuales hemos convertido algunos sitios de tránsito en lugares antropológicos, en los que la subjetividad puede identificarse, y en los que los rituales de interacción homo/sexual se pueden realizar protegidos por la oscuridad. Porque en muchos jardines la oscuridad es la aliada necesaria para la interacción sexual: la luz es heterosexual; la oscuridad es el hábitat de los vampiros.
De esta forma, se ha podido transformar una topografía heterosexual en una homo/topografía, en la que sólo un grupo de iniciados puede orientarse y leer esa particular distribución del territorio. Estos lugares de encuentro permiten reforzar el hecho identitario homosexual, utilizando estrategias en las que la subjetividad se apropia del espacio público, superponiéndose a lo que está pre/establecido.
Si volvemos a hacer ese paseo por la noche el panorama cambia substancialmente. Podemos encontrarnos algún deportista, en bicicleta o corriendo, pero serán escasas las personas que lo utilicen como zona de paseo y muy pocas las personas heterosexuales que lo utilicen para mantener relaciones afectivo/sexuales. Por la noche, en el parque, en los mismos lugares que durante el día alguien se ha sentado a tomar el sol o a leer el periódico, otros eyaculan como final de un proceso de interacción homo/sexual.
No se necesita un mapa para poder conocer los meridianos ni los canales de tránsito. Basta con seguir el rastro que deja una sombra que camina por delante. Basta con caminar por las zonas oscuras que proyectan la luz de las avenidas laterales al chocar contra los árboles del parque. Es ahí, apoyados en la sombra, donde los hombres se encuentran y realizan sus rituales de genitalidad.
Los espacios tiene usos distintos, más allá de los programados, según las necesidades de los que los habitan. Una fuente en la vía pública puede convertirse en una ducha para una persona que no tenga casa. Un puente puede ser un refugio para los que no tienen un lugar para dormir. Un váter de un centro comercial puede convertirse en un sitio de encuentro para mantener relaciones sexuales. La ocasionalidad, el otro/uso, de los espacios es algo intrínseco al espacio mismo. Las ciudades y sus zonas periféricas, así como los espacios rurales, mantienen una geografía oculta, nunca señalizada, que permite recorridos aleatorios en busca de la satisfacción del deseo sexual, al alcance de cualquiera que sepa leer el mapa de la homo/sexualidad urbana.
Desplazarse con el objetivo de buscar y generar una práctica de interacción sexual en espacios públicos previstos, es lo que se nombra como cruising. Pero este término tal como lo estamos utilizando no se limita a la realización de sexo en un espacio público, sino a todo lo que esto conlleva: los rituales de interacción, los comportamientos y todo el conjunto de normas que condiciona esta práctica. Es necesario establecer una distinción entre la práctica del cruising y la existencia de barrios o zonas gays. Lo primero ha existido desde hace mucho tiempo, como consecuencia, entre otras cosas, de la imposibilidad de la socialización homoerótica en el espacio heteronormativo. Los segundos son una consecuencia del acceso a las estructuras de poder y visibilidad de las comunidades gays a partir de los años setenta del siglo XX.
Una característica que unifica a todos los lugares públicos en los que se puede interactuar homo/sexualmente es que este tipo de lugares son espacios de resistencia, aunque frágiles y en peligro de disolución. Si comparamos estos lugares con otro tipo de territorios de la homosexualidad, como por ejemplo los barrios gays, veremos como estos espacios no son integracionistas, ya que no hay una uniformización en los comportamientos ni en el reconocimiento mutuo, ni están sujetos a las lógicas neoliberales igualitarias condicionadas por el consumo y el ocio pagado. Ir a una zona de cruising es gratuito, y el acceso no está coartado por cuestiones de raza ni clase social.
En un proceso de privatización de la vida homosexual, consecuencia de la responsabilidad adquirida al obtener derechos como el matrimonio y la obligación de adecuarnos a la gramática cultural mayoritaria, como parte del precio que debemos de pagarle a una sociedad que nos ha otorgado la igualdad, los espacios de cruising se escapan al control de estos mecanismos perversos.
Pero hay cosas que aún no se pueden decir. Lugares a los que negamos que vamos. Trayectos que disimulamos que estamos haciendo cuando nos encontramos con algún conocido. Muchas veces andamos ocultando nuestro destino. No se trata de derivas, ya que nuestro paseo sí tiene un objetivo específico. Nuestro trayecto está previsto: la peregrinación a un lugar oculto. Pero pocos conocen el trayecto y menos dónde se encuentra el lugar. Algunos están en la ciudad o en sus periferias. Otros en el ámbito rural. Ninguno está señalizado. No hay autobús que nos lleve expresamente a esos lugares.
La práctica del cruising no solo es intrínseca a las ciudades sino que abarca tanto las áreas periurbanas como el ámbito rural. Una clasificación de las tipologías de lugares en los que los homosexuales acuerdan otro/uso, (uso y disfrute que no siempre es re-conocido), podría ser tan extensa como fluctuante, ya que muchos lugares adquieren esta función en determinado momento y la pierden, fundamentalmente, por ampliaciones urbanísticas, procesos de rehabilitación institucionales (muchos de ellos con la finalidad disimulada de la disolución del otro/uso), o sistemas de control por medio de video vigilancia o presencia de agentes de seguridad públicos o privados. Playas, zonas boscosas cercanas a las playas, áreas de descanso, váteres de centros comerciales, jardines urbanos, construcciones abandonadas, aparcamientos en áreas de servicio, son algunos de los lugares físicos en los que es muy posible encontrar a alguien esperando.
La mayoría de estos espacios se estructuran por medio de una combinación de los elementos existentes en el lugar (un árbol, una caseta abandonada, un arbusto, un coche), y los usos que la comunidad de práctica les otorga. No existe una ordenación similar en todos los espacios, si bien dentro de una tipología de lugar puede darse una distribución parecida. Hay dos tipos de zonas: las que están “a la vista” y que sirven para contactar visualmente; y otras donde una acentuación de intimidad puede conquistarse. Un matorral, una pared o una cabina de un váter permiten el disimulo. En la primera se conecta y en la segunda se interactúa sexualmente. Pero este régimen de distribución del espacio y de la sexualidad no siempre se mantiene ya que mirar también es participar. El que mira está re-inventado el acto sexual con su mirada. Por lo tanto la privacidad del encuentro sexual en estos espacios puede quedar diluida o al menos intermediada.
El uso de estos lugares difiere de unas tipologías a otras, pero hay cuestiones que se repiten: la inmediatez, lo que sucede sin tardanza, la facilidad y la rapidez con la que se encuentra y se establece una interacción sexual; La importancia del coche, no sólo para llegar, sino para interactuar. Coche y conductor forman una unidad indisoluble hasta el momento en que éste baja y se muestra delante de los demás. El coche sirve para seguir al otro y también como habitación para intercambiar placeres; La posibilidad del disimulo, dado que en estos lugares se puede ocultar lo que se siente, se sabe o se hace. Sobre todo en aquellos que están más a la vista. Además muy pocos llegan a sospechar de un hombre que esté paseando por las dunas de una playa. Este hombre, con su acción, se apropia de los distintos usos del lugar, va de uno al otro, y luego se decide por el que quiere; La espera es una característica intrínseca a estos lugares. La realización de trayectos y paseos continuos es su manifestación más evidente; La búsqueda y la elección es uno de los rituales circulares que se realizan continuamente, y para eso existen zonas específicas; Y el silencio, un código casi universal, tanto en la danza del acercamiento como mientras se interacciona sexualmente, es el sonido que más retumba.
Ante la posibilidad de la desaparición de una zona de cruising, sólo el flujo que genera la afluencia tozuda puede hacer que permanezca. Pero nunca se tiene la seguridad de que esto sea suficiente. Estos espacios están inmersos siempre en un contexto de homonormalización que, junto con las distintas actuaciones de mejora urbana, dificultan, en algunos de ellos, la posibilidad de la permanencia. Ante una acompasada pero insistente estrategia de disolución de las disidencias: un cañar cercano a un colegio religioso se incendia… un carril bici divide una zona de matorrales…, un parque se ilumina…, unos váteres están cerrados por obras… disculpen las molestias, es lo que se nos dice desde la normatividad normalizadora.