El Punto y seguido me llena de dudas
Valencia, octubre, 2011.
El punto y seguido me llena de dudas. Las comas, me desesperan. Nunca sé dónde colocarlas, dónde hay que tomar aire, dónde debo descansar un poco; el punto y coma me gusta porque es promiscuo. Los dos puntos: me abren puertas que me llevan a múltiples lugares. Poner un punto final es lo que más me duele. Los puntos suspensivos son…
Los acentos ortográficos, que son muy agudos, vuelan sobre las vocales y se posan donde quieren; a veces donde no les corresponde y otras desaparecen del mapa. De la diéresis ni me acuerdo (qué vergüenza). Los paréntesis me prometen descanso pero me comprometen, porque lo que allí se coloca se ve mucho. Los guiones nunca me los puedo aprender de memoria. La interrogación me pone nervioso por partida doble. Y la admiración es la que más me hace sucumbir a sus encantos verticales.
Las comillas me suenan a aperitivo de alto copete inglés; aunque podemos servir algo más ‘simple’ o un entrante español. Y qué decir de la cursiva sino que es una inclinación demasiado educada, una reverencia en grupo. De las mayúsculas no me fío, al igual que de las personas muy altas, porque no les puedo mirar a los ojos en la misma horizontal. Con las minúsculas me siento cómodo, a pesar de que perdieron sus ligaduras.
No sé si me gusta más la ‘o’ o la ‘u’, la ‘a’ o la ‘i’. No tengo una vocal preferida, supongo que es porque las aprendí hace ya mucho tiempo. La palabra diptongo me suena fea. Pero su limitada combinatoria es un ejemplo a seguir: sus componentes se mezclan sin tener en cuenta sus potencias, ponen en medio un elemento de otro grupo sin alterarse, y transubstancian el segundo elemento si hace falta completar la formación. Los hiatos me dan pena, aunque los entiendo. Y los triptongos y sus posibilidades de ruptura siguen siendo, todavía, un enigma que no logro descifrar.
Sobre las consonantes hay mucho más que decir. La ‘w’ me recuerda a mi abuela alemana. La ‘b’ y la ‘v’ las sigo confundiendo y eso que formalmente no se parecen en nada. Por ser bilingüe me entiendo con las haches: solo tengo que pensar si en el otro lado son efes y así salgo de dudas. La ‘k’ la utilizo por esnobismo. Le tengo un gran respeto a la ‘j’, la ‘m’ y la ‘c’, a pesar de que tuve que arrodillarme sobre un prestado cojín bordado con una jota, una eme y una ce, las letras iniciales de Juan Mata Cardona, y también las mías, un año después de que él lo hiciera para recibir una hostia en la boca, el día en el que yo le saqué la lengua a Dios. Amo la ‘p’, la primera y tercera consonante de mi putativo nombre.
Pienso que la cu es, por estos lares, una letra egoísta, porque lleva como prótesis una ‘u’ a la que necesita y encima no le permite hablar. Tuve en 2010 un duelo muy sentido por la che: una decisión académica le robó su individualidad. El laberinto de confusiones ente la elle y la ye me costó muchos disgustos, aunque me gusta la elegancia que demuestra tener la y griega cuando se retira ante una situación cacofónica. De la zeta dicen cosas muy feas: que es obstruyente, fricativa, interdental y sorda. Pero a mí me gusta porque, en los dibujos, es la que me avisa que alguien está durmiendo.
Últimamente utilizo mucho la equis pues me soluciona la cuestión del género, evito la forma inclusiva dominante y no ofendo a mis amigxs. A la ‘s’ le reprocho no haber nacido en un lugar de seseo, ese sonar que tanto me ha enamorado y que nunca he podido imitar. Sobre las erres me cuenta Mara que las ve de un color sucio y yo coincido con ella. La ‘g’ es la consonante preferida de mi garganta vulnerable.